
Hace justo 25 años empecé a preocuparme por internet. Mi trabajo consistía en copiar y pegar cada noche en una red aún semivacía las noticias de un periódico para que nuestros escasos lectores digitales las encontraran a la mañana siguiente. Por estas fechas, en nuestro diminuto equipo digital de tres personas estábamos angustiadísimas por el efecto 2000. Durante semanas creímos que con las campanadas de fin de año podía sobrevenir un apocalipsis tecnológico que afectaría a todas las máquinas con un reloj interno, susceptibles, por tanto, de sufrir un viejo error de programación en el almacenamiento de fechas que se despertaría al cambiar de milenio. No estábamos locas: el mundo entero consideró como una posibilidad real el caos simultáneo de las redes informativas, bancarias, energéticas y de transportes. Hicimos guardia esa Nochevieja en la que no pasó nada. Seguimos adelante, pero desde aquel momento milenarista me acompañaría siempre, como el ruido de fondo de un servidor encendido, una cierta inquietud por los efectos desorbitados de la tecnología en nuestras vidas.

