
Hace algo más de treinta años estuve por primera vez en el palacio de La Moncloa. Llamarlo palacio es quizás excesivo. Me pareció más bien una de esas mansiones con techos de pizarra y columnas y un aire entre neoclásico y franquista que son a la vez ostentosas y mediocres, y hacia las que muestran una notable propensión las clases altas de Madrid, cuando se expanden en dirección a las distancias heráldicas de la sierra de Guadarrama. Nada más tocar las columnas del patio cubierto que sale en las noticias me di cuenta de que estaban huecas. En esos años penosos, desde la victoria inesperada de Felipe González en el 93, hasta el derrumbe sin remedio del 96, los escándalos de corrupción dinamitaban uno tras otro a un gobierno que venía durando demasiados años. Habrá quien recuerde que en las elecciones de 1993 todo el mundo había dado por segura la victoria de la derecha, y que ese fracaso inesperado provocó en el Partido Popular y en sus aliados en los medios una agresividad que muy probablemente no había existido hasta entonces en la vida pública española. La mala leche nacional ya existía mucho antes de que las redes sociales vinieran a multiplicar su toxicidad letal de armas biológicas. Como ahora, la impaciencia y la ira de quienes sabían que la próxima vez sí iban a ganar lo arrastraba todo. Del papel que ahora cumplen panfletos digitales subvencionados se ocupaban entonces con menos tecnología pero con la misma bilis los miembros de un autodenominado “sindicato del crimen”, una cofradía de columnistas y escritores —incluido todo un premio Nobel de Literatura— que se jactaban de sus ataques contra todo lo que tuviera algo que ver con la izquierda, y en particular contra los novelistas todavía jóvenes que en esos años habíamos alcanzado un cierto reconocimiento, y que además no rendíamos pleitesía de discípulos al antes citado premio Nobel. Aquellos sindicalistas de la injuria se celebraban a sí mismos por un presunto ingenio para insultar que según ellos heredaba el de las sórdidas peleas entre Góngora y Quevedo. Todavía se estará riendo con una carcajada bronquítica alguno de ellos. Sus objetivos predilectos éramos Julio Llamazares, Javier Marías y yo. Decían que escribíamos “novelas de ordenador”, o tan desabridas que parecían traducciones del inglés. Nos llamaban “angloaburridos”. A mí el premio Nobel me distinguió llamándome en una columna “doncel tontuelo”, y aconsejándome que me frotara vaselina para aliviar “el dolor de los cuernos”. Qué tiempos aquellos.
